Aunque había estado en España antes, nunca había pisado Madrid. Me habían dicho que era una ciudad con mucha vida y que tiempo era lo que me iba a faltar para poder asistir a todo lo que en ella se ofrece. Tenían razón.

Aunque había estado en España antes, nunca había pisado Madrid. Me habían dicho que era una ciudad con mucha vida y que tiempo era lo que me iba a faltar para poder asistir a todo lo que en ella se ofrece. Tenían razón.
Otra vez voy a hablar de mí, pero les prometo que será la última (al menos en un buen tiempo). No lo pude evitar, porque se trata de una historia que deseo profundamente compartir.
Mi despedida de México, como suelen ser todas las despedidas, no fue sencilla. Uno se confía pensando que ya lo tiene todo listo: carta de aceptación de la universidad, visa, boleto de avión, un lugar a donde llegar y ya está. “Solo me queda dejar mi departamento, hacer la maleta y armar una que otra reunión para decir hasta luego”, decía con cierta tranquilidad. Qué equivocada estaba.
Esta vez quiero para compartir una historia personal, porque en mis días de universitaria jamás me imaginé que la relataría. Yo inicié mi carrera con la firme intención dedicarme al periodismo cultural, pero por esas vueltas que da la vida acabé justamente del otro lado, en aquel al que alguna vez me negué rotundamente: el periodismo financiero.
Mi primer acercamiento real con el mundo de la economía fue en 2010, cuando un editor me dio la oportunidad de incorporarme a una revista de finanzas personales llamada Inversionista. Hasta hoy sostengo que fue una publicación que te cambiaba la vida, pero ahora me gustaría contarles por qué.
A lo largo de 2012 y principios de 2013 en la revista para la que trabajo (Inversionista) tuvimos la oportunidad de publicar un par de artículos sobre un nuevo concepto que cada vez está sonando más en el mundo de las finanzas y los negocios, y es la llamada generación flux.
Como saben, soy una amante del séptimo arte y puedo vivir viendo películas todo el tiempo. El cine es mi mejor refugio, mi mejor compañero y la musa que en la mayoría de las ocasiones me inspira a escribir, porque me hace reflexionar, sentir y pensar.
Para mí, en definitiva, ir a teatro o al cine es como emprender una aventura de exploración: a veces encuentras joyas y otras veces llanos entretenimientos. En esta ocasión me sucedió lo primero y ya era justo volver al teclado para compartirlo. Por eso, mis estimados lectores, antes que nada les ofrezco una disculpa por mi desaparición un tanto larga. No obstante, espero recompensarlos por completo.
Si hay algo extravagante, sin intención de sonar pretenciosa, es hablar de cine del Medio Oriente. En definitiva, ahí también se encuentran verdaderos tesoros: basta con decir Persépolis, estrenada en 2007, de Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi; o Cometas en el cielo, libro llevado al cine por Marc Foster, en el mismo año; o Vals con Bashir de Ari Folman, en 2008; o más recientemente, la ganadora del Oscar a Mejor Película Extranjera, en 2011, Una separación de Asghar Farhadi; o… la lista es casi infinita.
Este documental dirigido por Malik Bendjelloul reúne dos de mis grandes pasiones: la música y el cine, y cualquiera que las comparta debe correr a verlo. Searching for sugar man que ganó el Oscar como Mejor Documental en 2012, estuvo proyectándose durante la Gira Ambulante y después en el Festival Internacional de la Cineteca. Algunos rumores decían que quizá llegaría al circuito comercial, pero lo mejor era hacerse de él por los propios medios, tal como fue mi caso. Lo importante fue no perdérselo por nada del mundo.
Woody Allen es de los cineastas que uno odia o ama. En mi caso aplica la segunda, pues lo considero un genio para contar historias de una manera única. Aunque no todas sus películas me encantan, admito que Medianoche en París se convirtió casi en automático en una de mis favoritas.